Ella y él forjaron una relación de ensueño, pese a todo pronóstico y energías negativas para que el matrimonio se rompiera, no obstante, no funcionó porque para ello, el mal necesita de receptáculos para materializarse.
Quizá imaginaban que su amor no sentaría las bases de su relación y haciendo una analogía pronta, pensaban que serían como dos libélulas que solo brillaban por periodos.
Ambos tenían la fórmula y la magia no necesitaba de encantamientos nuevos. Ella era la flor que irrigaba el polen, mientras que él recibía esos corpúsculos que se complementaban en una fotosíntesis de pasión y aunque al principio desconocían lo que podrían llegar a conjugar juntos, no significó que podría ser incognosible.
Hubo un momento de quietud después de la cena, ambos ya estaban recostados en la cama.
—Hoy te noto algo ausente —sostuvo algo preocupado, no quería que todo se vuelva una monotonía.
—El silencio es solo un maestro de la complicidad y provoca que mis cuerdas vocales se contradigan.
Él quiso creer que solo buscó escapar con artimañas, ya que no era muy docta en mentiras.
—¿Hay algo que te tiene a mal traer? —volvió a cuestionar, cabizbajo por ser parte de ese sentimiento que acarreaba.
—¡Sí! —bajó la mirada, él al parecer vio una mueca—, pronto seremos tres —se palpó la panza, indicándole el milagro.
Ahora le tocó el turno a él quedarse mudo, recordó cuando le propuso matrimonio y fue ella quien se quedó aletargada. Enseguida, una lágrima brotó y recorrió su mejilla, ella arrastró su dedo con una caricia para secarle y luego se apretujó a su amado.
—Te amo —su voz fue un bálsamo a sus oídos.
Él solo pensó que su jardín ahora tendrá su mejor flor, la semilla de la vida.
—Te adoro, cariño —la besó con pasión y bajó para sentir lo que aún no palpitaba, aunque sabía que estaba creciendo allí.
© 2022 Marcos B. Tanis.
Etéreo 
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